Escribir es oficio de tontos (pero no deja de ser dulce y hermoso)

Escribir no es fácil. Para muestra estas líneas; llevo más de cinco minutos buscando las palabras para llegar a este punto (->). 

Debajo de estas hay muchas otras que no se ven, las borré. Y debajo de esas que no fueron flota el fantasma de horas intentando armarlas.

Estas, las que se ven, tampoco fueron las escritas. Cerca de la mitad de las que sobrevivieron hasta llegar a la versión final son mutaciones, conjugaciones o mutilaciones de las primeras.

En fin, escribir es, algunas veces, una tarea lenta, repetitiva, torpe y dolorosa. Cada oración termina después de una danza dos pa'delante, uno pa'trá, cinco pa'lante, seis pa'trá, y así; eventualmente se termina una oración, con suerte se completa un párrafo...

Al menos esa es mi experiencia, y no puedo seguir escribiendo ahorita. (Sirva esto como ejemplo: estoy escribiendo esto el 17 de junio de 2017 a las 19:17.)

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Lo retomo el 20 de julio, son las 8:17 de la mañana. Ya pasé algunos minutos editando las líneas de arriba. 

Como dije, algunas veces es así, no siempre. Hay ocasiones en las que escribir es casi como vomitar, se arrojan las palabras con mínimos brochazos de conciencia, salen informes pero al pasar por los dedos (o por el lapicero) encuentran su lugar, como si gravitaran a un sentido. Esos días, esos momentos, son deliciosos. Supongo que así siente el prodigio cuando fabrica una novela: el sentido (Sentido, con mayúscula) fluye a través del autor. Lamentablemente no me pasa tan seguido, y las pocas veces que me ha sucedido me doy cuenta hasta que terminó, hasta que se fue, cuando descubro múltiples páginas escritas arriba.

La alternativa al prodigio está, tal vez, en la disciplina. Eso es lo que intento. Por eso me siento a escribir cada día, por aproximadamente una hora. Si dejo pasar un día, o si no cumplo mis horarios, se entorpece el ejercicio. Esta disciplina ya superó los dos años; la década de práctica que sugiere un famoso filósofo (filólogo), ya no es tan larga.